sábado, enero 26, 2013


miércoles, enero 23, 2013

Por Javier Leoz

El arte plasmado en la pinacoteca, antiguas o modernas catedrales, música o hasta la misma cultura han sido el vehículo a través del cual, el mensaje del cristianismo, ha ido calando y proyectándose en nuestro mundo. Pretender explicar la historia una custodia del Santísimo (sin su objetivo primordial que es exponer el Amor); una catedral (sin su fin de cátedra) o el lienzo sobre la Resurrección de Cristo (sin la mano trascendente y divina del autor)… es entender y enseñar sesgadamente una realidad: la fe se ha hecho historia y, la historia, no se puede explicar sin la fe cristiana.

1.- Los relatos de la vida de Jesús nos han llegado a nuestros días como el mejor testimonio y el gran legado de nuestros antepasados.
La Iglesia, durante siglos hasta el día de hoy, lo ha guardado como el gran depósito de la fe por el cual, y no lo olvidemos, han dado la vida hombres y mujeres, apóstoles y hermanos nuestros con la certeza y convencimiento de que Jesús era y es la fuerza en el caminar y la recompensa en la eternidad.

¿Dónde está nuestra fe? ¿En dónde tenemos puesto el pensamiento? ¿Qué ocurre en la sociedad donde vivimos que pone en solfa hasta el testimonio más vivo de los que nos han precedido? ¿Dónde los cristianos que, se conforman con decir “lo importante es ser bueno” pero no se dejan seducir por la Palabra de Dios?

Como San Lucas, nosotros también, hemos de fiarnos de la evidencia que nos ha llegado sobre un personaje que ha calado en el alma y en la conciencia de millones de personas: Jesucristo.
2.- Jesús, y teniendo como telón de fondo la impresionante lectura de Isaías, tuvo una gran habilidad: estuvo en línea directa con el cielo y no relegó el drama de aquellos que le rodeaban: el interés horizontal (el hombre) y la dimensión vertical (Dios) eran todo uno en El.

Su relación con Dios, personal y privilegiada, no le impedía su diálogo, interés o cercanía con los hombres de su tiempo. ¡Supo vivir con Dios y se mojó de lleno con los sufrimientos de las personas!
Ello, por lo tanto, nos debe de sacudir nuestro interior e interpelar: ¿Cómo llevamos nuestra religión? ¿Nos sentimos ungidos y lanzados a anunciar la Buena Nueva o, por el contrario, instalados en cómodas prácticas religiosas? 3.- ¿Nos tomamos en serio aquello de “la hora de los laicos” o seguimos soñando y pensando en una iglesia de funcionarios y excesivamente clerical? ¿Escuchamos con atención la Palabra de Dios o, por deformación, la vemos como una parte más dentro de la eucaristía? ¿Nos sirve de algo, en el comportamiento personal y social, durante el resto de la semana?

4.- Que la Palabra del Señor, a la cual debiéramos siempre llegar con una puntualidad británica, nos ayude a comprender y entender el momento que estamos viviendo. A comprometernos mucho más con nuestra vida eclesial. A valorar, cuidar y poner en práctica nuestras capacidades de cara a la unidad en nuestra iglesia universal, diocesana o parroquial.

Mientras tanto ¡felicitémonos! El Domingo, sigue siendo para el creyente que ama y quiere a Dios, un día consagrado a Él y en el que, escuchar su Palabra, es un privilegio que ayuda a la construcción de ese único y solo cuerpo que tiene como cabeza a Jesús.
Y, ¡por qué no! Pongamos, además, los ojos del rostro, del alma y del corazón en Jesús. Hoy, se sigue cumpliendo lo que hemos escuchado: ¡Jesús es la revelación del Padre! Que este Año de la Fe nos ayude a recuperar el orgullo de ser cristianos y a dar gracias a Dios por todo lo bueno que el cristianismo ha sembrado en el curso de la historia.