miércoles, febrero 06, 2013


Por Javier Leoz

A esa conclusión llegó Pedro después de contemplar la asombrosa pesca milagrosa. Donde no había nada, por indicación de Jesús, las redes se despliegan de nuevo y de repente, se rompían. Hasta las barcas se hundían incapaces de contener el peso de la pesca.

Pedro, además de darse cuenta de lo que era (hombre) se sentía, por otra parte, pecador. ¿No se preguntaría Pedro; cómo puede el Señor andar conmigo? ¿Quién soy yo para navegar en su misma barca? ¿Cómo, éste que convierte la nada en abundancia, se rebaja a estar, trabajar y perder su tiempo conmigo? Espontáneamente, aquel pescador primario y con carácter recio, deja que salga desde lo más hondo de su persona una oración y un reconocimiento de profunda humildad: “apártate de mí, Señor, que soy un pecador”.

Ante el esplendor divino de Jesús, la humanidad de Pedro, quedaba al descubierto. Examinaba la noche, agotadora y sin fruto, y ahora con la presencia de Jesús, contempla atónito que todo es un gran prodigio sobre unas barcas incapaces de contenerlo. ¿Qué había ocurrido? Pedro se quedó deslumbrado por la santidad de Jesús. Aquello era inexplicable a todas luces: sus cuerpos cansados, las redes vacías y la vergüenza en sus rostros…le recordaban a Pedro que, Jesús, cumple lo que promete.

Un rey quiso visitar a una pobre mujer que vivía en una miserable vivienda. La señora, al enterarse de tal intención real, envió un mensaje al castillo: “Mi señor; mi rey. No venga. El lugar donde vivo yo no tiene una sala digna para Vd.”. El rey le contestó: “¿Qué no? He encontrado la casa más valiosa: un lugar donde existe una persona con un corazón humilde y transparente”.

Así debió sentirse Pedro. Jesús, en aquella hora: todo le resultaba demasiado grande, impresionante, puro, divino. ¡No era posible que, el Hijo de Dios, se rozase con aquel que, durante toda la noche, había sido incapaz de dar con un sólo pez!

¡No era posible que, aquel que les decía mar adentro y acertaba de lleno, se fiase de aquellos que cansados y agotados, volvían con las manos vacías!

El Señor, con su Palabra, en este Año de la Fe, nos anima a seguir mar adentro. No tenemos derecho al desaliento ni al pesimismo. ¿Qué nuestros afanes apostólicos no son todo lo fructíferos que quisiéramos? ¿Que muchos de nuestros seminarios no están tan florecientes como en antaño? ¿Que nunca como hoy la Iglesia ha tenido tantos medios a su disposición (económicos, materiales, técnicos…) y que, nunca como hoy encontramos muchas dificultades para sembrar o pescar? El Señor, aun así, se fía. Descansa en nuestra humanidad y nos sigue diciendo: ¡Mar adentro! ¡Yo estoy con vosotros!

Teniéndole a Él en guardia y retaguardia, podremos dudar de nuestras habilidades y capacidades pero nunca de lo que el Señor nos promete: “yo estaré con vosotros todos los días hasta el final del mundo”. Esto, entre otras cosas, es una razón poderosa para seguir en la brecha. Para seguir remando en esta inmensa barca que es la Iglesia. Con nuestras virtudes y pecados, orgullo y humildad, fortaleza y debilidad, éxitos y fracasos, ratos buenos y noches amargas.
El Señor nos quiere así: de carne y hueso…pero dispuestos a dar nuestra vida, o parte de ella, en pro de su Reino. ¿Lo intentamos? ¡Mar adentro! ¡Merece la pena! Aunque a veces, como Pedro, seamos demasiado humanos, pecadores….y hasta indignos del amor que Dios nos tiene. Año de la Fe…para seguir navegando mar adentro.

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